miércoles, 3 de diciembre de 2008

UN GRAN MAESTRO DEL SIGLO XX





No me siento atraído por los ángulos ni por las líneas rectas, duras e inflexibles, creadas por el hombre. Me siento atraído hacia las curvas que fluyen libremente, sensuales. Las curvas que encuentro en las montañas de mi país, la sinuosidad de sus ríos, las olas del océano y en el cuerpo de la mujer amada."

En esa breve composición, las palabras y las imágenes vibran, expresando el manifiesto vital y estético de un hombre que recapitula su vida aferrado a la convicción que lo esencial fueron los afectos a familia y amistades y el disfrute de lo bello y placentero que se manifiesta sin pomposidades en lo cotidiano. Contempló el mundo a través de ellas, y en la honestidad de alma que le imbuyeron, fue un arquitecto que quiso construir edificios emocionantes, que fuesen capaces de expresar su tiempo y contribuir a hacer del mundo un lugar mejor. Ésas son las palabras con las que Oscar Niemeyer concluye su autobiografía The Curves of Time (Phaidon), publicada por primera vez en 2000, a los 93 años, y ése es el espíritu del hombre cercano a cumplir los 100 años que retrata Fabiano Maciel en su documental A vida é um sopro (2006).

Niemeyer ha trascendido la identidad de mito viviente de la arquitectura del siglo XX para encarnar el paradigma del maestro venerable: el humanista sabio y generoso, aún rebosante de energía física y mental, capaz de echar la vista atrás sobre su obra sin falsas modestias ni vanidades, reconocer el nivel extraordinario de su talento creativo y admirar el valor humano de los individuos –que han sido de toda clase y condición- que le han acompañado en el trayecto de su existencia y en la construcción de su arquitectura.

Oscar Niemeyer ha pensado y construido de una manera personal, exuberante y genial, asumiendo el papel de arquitecto protagonista en una sociedad que afrontaba una renovación tecnológica y de sus estructuras sociales, participando desde su ideología izquierdista en la construcción un mundo socialmente justo en el que creía y sigue creyendo, siempre desde la inteligencia de negarse a incurrir en los vicios del populismo y la demagogia. La monumentalidad, que ha distinguido su visión arquitectónica, ha sido su modo de expresar su devoción a la belleza comprendida como algo que se encarna en lo magnífico, en lo incontrolable por el poder y la razón humana pero que es, simultáneamente, aquello que estimula los deseos de libertad y progreso en el alma humana. Esto le hizo despreciar profundamente los postulados de quienes defendían la dimensión social de una arquitectura formalmente "sencilla", tras la que se trataba de velar no sólo la discriminación contra los desfavorecidos sino también la falta de talento y audacia creativa. "Yo produje mi arquitectura con coraje e idealismo".

Figura paradigmática de un momento de la Historia y de las circunstancias de un lugar, en su autobiografía y el documental, Niemeyer no sólo lanza una mirada retrospectiva –y ciertamente sentimental- sobre los años pasados, sino que parece dar a entender el hecho de ser plenamente consciente de que su momento decisivo, aquel en que su arquitectura tuvo el poder activo de significar y contribuir a las transformaciones de su tiempo, fue otro. Ya pasado.

Empero, su carácter de arquitecto con un compromiso consciente de que su misión como individuo trasciende a la arquitectura, nos lega algunas meditaciones acerca de cómo el mundo de los arquitectos célebres, que en aquel tiempo no tan distante se sentían plenamente responsables de un proyecto que se debía a la Humanidad, fue mutando hacia una obsesión egocéntrica y personalista que ha supuesto la pérdida de toda concepción ética del trabajo y la obra arquitectónica. La ética que primaba en arquitectos como Oscar Niemeyer, se ha traducido en valores estéticos perennes.

El significado ético y transformador de la monumentalidad de la obra arquitectónica que argumentaba Niemeyer se ha invertido dramáticamente. En el momento presente, la constitución de la figura del arquitecto mediático se reviste, además del marcado personalismo, de una visión cínica, frivolizada y simplista del mundo, que emite mensajes disfuncionales basados en la mera y hueca espectacularidad de lo construido y de una pérdida marcada en la mayoría de las figuras de esos valores éticos que hacen efímeros los valores estéticos de sus obras.

Hacer o imponer la arquitectura nunca formó parte del ideario de ambiciones de Oscar Niemeyer. Aunque envolvió su arquitectura en un hedonismo positivo, comprendió que no se debe construir saltándose la propia integridad moral y ése es indudablemente el legado que nos transmite. La visión de los edificios que dieron forma a Brasilia dista mucho de lo que los civilizados y tecnócratas arquitectos mediáticos actuales están perpetrando en Pekín, por ejemplo.

Lapiz y papel